Si me viera obligada a hablar de la semana santa tendría que blasfemar. A decir verdad, aparte de que no se come carne los viernes, no sé muy bien lo que sucede en estos cuarenta días con sus noches y la semana de vacaciones. En algún momento me lo debieron contar. Fui criada en una familia católica, medianamente practicante. Fui bautizada, comulgada, abofeteada y creo que después de eso, empecé a darme cuenta de que podía pensar. Encontré tantas cosas en qué pensar, que realmente el catolicismo se fue quedando muy atrás, en un espacio diminuto de mi mente, donde terminaba todo lo que no implicaba emoción o aventura. Se quedó tan atrás que un día, cuando volví a la casa de mi familia, después de haber andado por el mundo, fue casi chocante ver a la virgen, al Jesús y al espíritu santo en la cabecera de la cama esperando. Fue una sensación muy parecida a la que me invadió al ver el vestido de fiesta de quince color pastel que guardado en un closet vacío, también me esperaba. El sentimiento de algo demodé, demasiado lejano, que se quedó pequeño, que huele a guardado. Finalmente nunca supe si el vestido y la santísima trinidad me esperaban a mi o era la forma que tenía mi mamá de pedirle a Dios, en clave, que no me dejara vistiendo santos.
Dios no cumple antojos, ni endereza jorobados
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